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L’article a menosesmasmallorca.wordpress.com 04/04/2017

 

Por Jesús Iglesias. España es el segundo país del mundo en kilómetros de red de alta velocidad, sólo superado por China, un país 19 veces más grande. Anunciado en su momento como un milagro económico, símbolo de modernidad y de prestigio social, el AVE es en realidad un desastre medioambiental, un derroche energético y económico, que además crea serios perjuicios sociales; un disparate mayúsculo que Paco Segura explica fácilmente: “El negocio y el interés era la obra por la obra, que generaba comisiones e intereses de grupos muy poderosos, como las grandes constructoras”. Aquí, la alta velocidad la tenemos que vincular con ese fenómeno tan nuestro, el de los megaproyectos relacionados con boom inmobiliario, que se ha traducido, como acertadamente apunta Carlos Taibo, en un visible despilfarro, una descarada apuesta por el transporte privado, una (nada despreciable) contribución al crecimiento de la deuda y, como consecuencia de todo, en un gasto social anémico[1]. Con el desmadre del AVE asistimos, una vez más, a una verificación de la alianza entre una clase corrupta e inculta, que ha invertido durante años en infraestructuras de carreteras y en tren de alta velocidad abandonando la red ferroviaria, y las élites empresariales para las que trabajan, principalmente procedentes de la industria de la construcción y de la banca. Desde UGT, Esteban Guijarro denuncia el derroche en la construcción de líneas de AVE, que ahora van a ser vendidas al mejor postor: “los trenes se han convertido en un instrumento político: se construyen líneas en determinados lugares para captar votos, en una nueva forma de caciquismo”.

     Esta carrera por el liderazgo de kilómetros de alta velocidad (acabamos de superar a Japón, Alemania, Italia y Francia), se revela totalmente absurda cuando entendemos que esta medalla de plata va acompañada del último puesto en cuanto a viajeros por kilómetro construido. Sí señor, el último. Es uno de los datos que aporta una investigación conjunta de las universidades de Castilla-La Mancha y de Cantabria dirigida por el investigador de la Real Academia de Ingeniería Enrique Castillo. La alta velocidad se ha impuesto de tal manera que, como bien apunta el catedrático de Ingeniería e Infraestructuras de Transportes José María Menéndez, “no hay ningún alcalde que no se sienta agraviado si su pueblo no entra en los planos del proyecto del AVE”.

Un enorme fiasco

     Todo empieza con la llegada al gobierno de José María Aznar en 1996, momento en el que el AVE pasa a ser considerado bien de primera necesidad y se pone en marcha una vorágine inversora que no tiene en cuenta ni los criterios de racionalidad, ni la posibilidad de mejora de las infraestructuras existentes. En este contexto se inicia la construcción de un puñado de líneas de alta velocidad diseminadas por toda la geografía española (salvo las islas, menos mal), incluyendo zonas que no contaban con un plan previo coherente de puestas en servicio, como es el caso del túnel de Pajares y el tramo Orense-Santiago, sin conexión con el resto de la red de alta velocidad. Así pues, durante los siguientes años, el ministro Álvarez Cascos acelerará su mutación a canguro y se dedicará a ir saltando de ciudad en ciudad inaugurando tramos y poniendo primeras piedras allí donde surja la ocasión.

     ¿Y cómo acaba todo esto? Con algo digno de la mejor Marca España, que traigo de la mano del catedrático en economía Germà Bel: “Se ha generado una burbuja de expectativas alimentada por los intereses de constructoras, directivos del sector ferroviario, consultoras, políticos… vendiendo la modernidad y el beneficio económico, cuando la realidad es que, en la mayor parte de los casos, es un enorme fiasco[2]. Para que no me acusen de partidista, añadiré que la entrada en el gobierno de Zapatero no supuso modificación alguna ni en la hoja de ruta correspondiente ni en la guerra encubierta contra el ferrocarril convencional, que de hecho se intensificó notablemente.

     Ciertamente, la alta velocidad requiere de unas infraestructuras muy costosas, cuya inversión no se va a recuperar nunca. Por poner un ejemplo, el AVE Madrid-Galicia (por otra parte una inversión prioritaria, según la ministra del momento Ana Pastor, que ya anda por la quinta fecha de inauguración), va a costar (por lo menos) 8.500 millones de euros y se planea una densidad de tráfico de tres trenes al día por sentido. Traigo aquí una triste comparación de la mano, de nuevo, del ecologista Paco Segura: “Si lo divides por cada pasajero, te sale más barato llevarlos en limusina”.  En este sentido, Carlos Taibo recupera una idea que se manejó hace dos décadas: la amortización de la inversión de la línea de AVE Madrid-Sevilla se iba a tomar nada menos que cien años. Así que, en definitiva, lo que se va a ahorra con el cierre de líneas de tren es una parte minúscula de lo que se sigue invirtiendo en AVE [3].

     Como no podía ser de otra manera, en los cálculos costo-beneficios que atañen a la alta velocidad no se tienen en cuenta ni los destrozos medioambientales (no tienen otro nombre) provocados por sus líneas, ni el hecho de que un cacharro gigante a 300 kms /h (y se habla de más), consuma 9 veces más que otro a 100kms/h. Las implicaciones de este aberrante consumo energético no creo que merezcan más comentarios, así que creo que lo dejaré aquí.

Desertización ferroviaria

     No podemos negar que la alta velocidad ha permitido mejorar las comunicaciones entre unas cuantas ciudades de gran tamaño, pero ha sido a costa de generar un serio impacto sobre la vertebración territorial de la península en forma de la llamada desertización ferroviaria; cada línea inaugurada implica el cierre de decenas de servicios, una disminución de frecuencias y la desaparición fulminante de cientos de poblaciones, con graves implicaciones sociales y económicas.

     La estrategia es tan sencilla como repetitiva: frenar la inversión en tren, permitir el deterioro del servicio y presentar el cierre como tolerable e inevitable. A esto ni más ni menos respondió la decisión del Ministerio de Fomento, allá por 2013, de cerrar 48 líneas de tren alegando falta de rentabilidad. Resulta manifiesto que este criterio no se aplica a la alta velocidad, ya que si así fuera, cerrarían todas las líneas de golpe. Yo mismo tuve la oportunidad de comprobar este fenómeno el año pasado; viajé, durante 6 días, en el feve (ferrocarril de vía estrecha) entre Ferrol y Oviedo. Se trata de un tren pequeño, que discurre muy cerca de la cornisa norte, y que une todas las localidades entre Ferrol y Bilbao. Pues bien, había falta de personal, las pantallas rectangulares de información no funcionaban (los monitores aún menos), casi siempre llegaba con retraso y, por si fuera poco, quedó claro que los trenes se tienen que parar durante varias horas cuando hay más lluvia de la cuenta, como precisamente ocurrió en el tramo Gijón-El Berrón. He aquí la estrategia: abandonar el tren, decir que funciona mal y que no es rentable y, por último, cerrar el servicio.

     Dicho esto, no parece muy descabellado preguntarse si esa pretendida falta de rentabilidad, que tanto les gusta cacarear a los políticos no se hubiera paliado sobradamente si una parte de las millonarias inversiones destinadas a las infraestructuras del AVE se hubiesen empleado en modernizar la red de ferrocarril convencional. Porque salta a la vista que con que se hubiera invertido en ella solamente una fracción de lo desviado a la alta velocidad (y en carreteras) tendríamos ahora un medio excelente para mover personas y mercancías.

Un nuevo factor de estratificación social

     2013 parece que entra con buen pie para el AVE, los precios del billete bajan hasta la mitad y consigue, por primera vez, superar al avión entre Madrid y Barcelona. No está de más señalar que la respuesta del ministerio ante la caída de pasajeros en algunos aeropuertos (como el de Madrid-Barajas) ha sido garantizar bonificaciones y subvenciones para la apertura de nuevas rutas, en un ejercicio digno del mejor liberalismo español. Pero esa rebaja de precios, a todas luces insuficiente, no nos debe desviar del fondo de la cuestión: la necesidad de alta velocidad se justifica en virtud de los intereses de las clases pudientes, en concreto de los ejecutivos de las grandes empresas, que son los que necesitan viajar rápido y pueden pagar los billetes, mientras el horizonte del ferrocarril público de precio razonable se diluye en la nada. La estrategia, en pleno 2017, viene servida por Carlos Taibo: “El proyecto ferroviario que abraza el actual gobierno español acarrea una apuesta desmesurada en provecho de trenes que deben beneficiar en exclusiva a las capas aposentadas de la población -quien puede pagar un billete de AVE-, por un lado, y a los habitantes de las grandes ciudades, por el otro[4].

     La velocidad es otra dimensión importante que sin duda juega a favor de esta idea, de hecho el gran argumento a favor del AVE (dudo que realmente haya más), es que es más rápido, lo que supone un ahorro de tiempo y la posibilidad de viajar más lejos. Admito en ello una ventaja para esos directivos que andan continuamente de reunión en reunión, pero ahorrarse unos minutos para que a estos señores no se les enfríe el marisco en ningún caso puede justificar el gigantesco agujero económico que genera el AVE, la fragmentación del territorio (ya castigado con un reguero interminable de infraestructuras), la desertización ferroviaria, los destrozos ambientales y el desmesurado consumo de energía. Unos cuantos minutos no pueden ser nunca una ventaja cuando estamos hablando de un sistema tan insostenible, costoso y elitista como el AVE.

     La velocidad es sin duda un elemento recurrente cuando se habla de innovaciones en materia de transporte, que tiene su ascendente en esta cultura industrial que tanto aprecia “lo más rápido” (al igual que “lo más nuevo”) como promesa de emociones y prosperidad inimaginables. En realidad no es garantía de nada, no proporciona más bienestar, ni riqueza, ni una vida mejor. Muy al contrario, el culto a la velocidad es un artificio difundido por la ideología dominante que opera contra la equidad social y territorial, como bien denuncia Iván Illich: “ Al igual que el imperativo de mayor bienestar a toda costa, la carrera por la velocidad es un desorden mental. En el país capitalista, el viaje largo es una cuestión de dinero. En el país socialista, es una cuestión de poder. La velocidad es un nuevo factor de estratificación social en las sociedades supereficientes[5]. Es el vector clave para detectar cómo la industria del transporte afecta al equilibrio vital, una dimensión sobrevalorada y perturbadora que alimenta el capitalismo industrial, un valor que la clase dominante ha conseguido incrustar en la cultura popular mediante la generalización del transporte motorizado, especialmente del automóvil. La velocidad cambia drásticamente la percepción del territorio y de sus escalas y, desde luego, acaba costando más tiempo y dinero a la sociedad y al ciudadano de lo que en teoría ahorra.

Sin perspectivas de futuro

     Este es el estado actual de nuestros políticos. Porque en un contexto de encarecimiento (y progresiva escasez) de materias primas energéticas, lo lógico sería apostar decididamente por el tren, es decir,  ampliar la red ferroviaria (y no sólo por una cuestión de número de pasajeros, ya que en cuanto al transporte de mercancías el AVE es, de nuevo, una ruina). Frente a la alta velocidad, el ferrocarril convencional, alejado de las grandes obras, es más económico y más seguro, así que generar más servicios por las líneas existentes parece lo más sensato. Y eso sin olvidar que un modelo ferroviario sostenible y democrático contribuye a una mayor cohesión entre sociedad y territorio, proporciona respuestas útiles a las necesidades de l@s ciudadan@s, puede conectar los pueblos con una velocidad y frecuencia razonables y evitar el despilfarro de recursos y energía.

     Entonces, ¿cuál es el problema de fondo? Que impulsar el transporte ferroviario es apostar por un servicio público y por llevar a cabo un ejercicio de autocontención con respecto a las futuras generaciones. Y ninguna de estas dos cuestiones está contemplada en el plan, un plan lamentablemente pensado para el corto plazo y en beneficio de un ejercicio de privatización masiva y cada vez menos disimulada. Carlos Taibo acierta de pleno cuando dice que “mientras las posibilidades de transporte al alcance de la mayoría se degradan, la desertización ferroviaria es objeto de una nueva vuelta de tuerca. El efecto mayor no es sino una plena disolución del concepto de servicio público acompañada del despliegue de sangrantes discriminaciones[6].

     Esta nueva vuelta de tuerca va a venir de la mano de la creación, anunciada por la Comisión Europea, de un espacio ferroviario europeo, lo que implicaría, como no, liberalizar el sector. Con ello se culminaría un proceso que se ha tragado muchos derechos laborales de los trabajadores y que ha llevado a situaciones absurdas y ciertamente problemáticas, como trenes de mercancías operados por diferentes compañías y multitud de empresas trabajando en el mismo espacio.

     Como bien suscribe Pablo Rivas, el peligro no está en la falta de rentabilidad (algo muy discutible), sino en la pérdida de servicios supuestamente no rentables pero necesarios para la movilidad y la vida de la gente[7]. Pero eso es algo que la lógica del capital (o la de los políticos) es incapaz de tener en cuenta. En cualquier caso, no falta mucho para que se haga evidente el absurdo del AVE, necesitado de enormes inversiones, entregado a un desmesurado consumo energético, inútil a efectos de transporte de mercancías y volcado al servicio de las nuevas metrópolis y las clases adineradas. Ciertamente, nada retrata mejor las miserias de nuestras sociedades que lo que produce tanto orgullo en nuestros gobernantes: la alta velocidad ferroviaria.

[1] Carlos Taibo, ¿Por qué el decrecimiento?.

[2] Germà Bel, The economics and politics of high-speed rail.

[3] Carlos Taibo, Fomento sin trenes.

[4] Carlos Taibo, Fomento sin trenes.

[5] Iván Illich, La convivencialidad.

[6] Carlos Taibo, Fomento sin trenes.

[7] Pablo Rivas, Último tren con destino al pueblo.

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